Organización social de la cultura Maya
En los
centros ceremoniales y ciudades, que se multiplican durante la época clásica y
cuyo gobierno fue de tipo teocrático, habitaba la clase dirigente, ocupada en
funciones intelectuales, como la planeación socioeconómica, la proyección de
obras públicas, la organización política, la creación de conocimientos
científicos (matemáticas, astronomía, cronología, medicina) y la conservación,
por medio de una desarrollada escritura, de la historia de los linajes
gobernantes. Los especialistas (constructores, artistas y artesanos), así como
los sirvientes, residían también en las ciudades, mientras que los campesinos,
habitaban cerca de las siembras. También se realizó comercio a gran escala,
constituyéndose los comerciantes en otro grupo social.
En
términos generales, las ciudades mayas se dividían en dos sectores: uno urbano,
en el que se encontraban los residentes del centro ceremonial, la clase
dirigente, sacerdotes, artesanos y mercaderes, y otro rural, en el que
habitaban los campesinos. Cada ciudad maya funcionaba como un Estado ordenado
jerárquicamente:
La
suprema autoridad militar, Nacom, se elegía cada tres años en relación a sus
hazañas militares. La administración disponía también de guardianes, que
velaban por el cumplimiento de las leyes, eran los llamados Tupiles.
La clase
sacerdotal tenía un gran poder, ya que solo ellos conocían el desarrollo de las
estaciones y los movimientos de los astros, de gran importancia en la vida
económica maya. Representaban la clase más culta, ya que sabían leer y
organizaban el calendario mediante la astronomía y las matemáticas. Además, se
dedicaban al estudio de la arquitectura.
El sumo
sacerdote (Ahuacán) poseía los secretos de la ciencia astronómica, redactaba
los códices -libros- y organizaba los templos. Por debajo de él estaban los
ahkin, encargados de elaborar los discursos religiosos; los chilan o adivinos,
y los ahmen, que eran los hechiceros/curanderos. La dignidad de supremo
sacerdote tenía también carácter hereditario.
Los
artesanos y los campesinos constituían la clase inferior, eran los llamados ah
chembal uinicoob. Ellos debían trabajar y además pagar tributos a los altos
dignatarios civiles y religiosos. Por lo general, los campesinos se encontraban
en las selvas, agrupados en pequeñas comunidades. Vivían a una cierta distancia
del centro de las ciudades, pero cerca de los terrenos de cultivo. Pese a ello,
iban periódicamente al núcleo urbano, donde compraban bienes traídos desde el exterior,
que intercambiaban por alimentos y trabajo. En los meses en los que no
trabajaban en las labores agrícolas, acudían a ejecutar las tareas encomendadas
por los dirigentes. Su trabajo permitió la construcción de pirámides, templos,
palacios y otros monumentos que caracterizan a sus centros urbanos. También
asistían a ceremonias religiosas, efectuaban sacrificios personales y recibían
la administración de justicia.
En el
último nivel estaban los esclavos o pentacoob. Podían ser prisioneros de guerra
que se compraban en las poblaciones vecinas, o eran ladrones y convictos que
adquirían esa condición.
Leyes y Justicia
La
sociedad maya se regía por leyes y buenas costumbres y vivían en paz y tenían
un sentido de la justicia altamente desarrollado. Los delitos más habituales
eran el robo, el homicidio, el adulterio y la traición, infracciones que eran
castigadas con severidad.
El robo
era un hecho marcadamente antisocial, considerando inmoral tomar algo ajeno. Se
castigaba con la esclavitud y el ladrón tenía que pagar su delito trabajando,
aunque en ocasiones su familia, que también purgaba con el descrédito por el
delito cometido, pagaba la deuda contraída. Si era reincidente podía ser
condenado a muerte. Los mayas no contaban con cárceles, por lo que el culpable
no tenía que desagraviar a la sociedad, sino que debía pagar a la víctima; a
pesar de ello sí disponían de jaulas de madera donde se encerraba a los
malhechores a la intemperie hasta cumplirse la sentencia.
Cualquiera
que fuese la causa de una muerte constituía una gran mancha; la mayor
indignidad social provenía del derramamiento de sangre. Aún cuando hubiese sido
accidental el homicidio llevaba siempre aparejada la pena de muerte, a menos
que los parientes estuviesen dispuestos a indemnizar a los deudos de la
víctima.
La pena
por adulterio también era la muerte. Era un delito aborrecido en extremo, con
la única salvedad era que los culpables tenían que ser sorprendidos en
flagrante delito. Si se daba esta circunstancia, el hombre era juzgado, condenado
y entregado al esposo ofendido quien ejecutaba la sentencia. El delito no era
tanto la violación de la virtud, como la vulneración del sentido de la
propiedad.
Los
violadores y asesinos morían apedreados; aunque si el asesino era menor de edad
permanecía como esclavo en manos de la familia de la víctima. El robo y el
hurto se castigaban con la esclavitud y la infamia, marcando el rostro del
delincuente para su terna vergüenza. Los delitos de otra índole, intencionados,
eran castigados con derramamiento de sangre.
En los
juicios nada se consignaba por escrito; todo el proceso era oral y a ambas
partes un orador que actuando de abogado argumentaba a favor de cada parte ante
los jueces. La justicia era administrada directamente por el señor del lugar
quien mandaba investigar los delitos e imponía las penas correspondientes.
Cuando
se trataba de daños a la propiedad se aceptaba el resarcimiento como también a
los delitos de daños por imprudencia.
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