Historia de la Virgen de Guadalupe
De acuerdo a la
tradición mexicana, la Virgen María se apareció cuatro veces a san Juan Diego
Cuauhtlatoatzin en el cerro del Tepeyac. Según el relato guadalupano conocido
como Nican mopohua, tras una cuarta aparición, la Virgen ordenó a Juan Diego
que se presentara ante el primer obispo de México, Juan de Zumárraga. Juan
Diego llevó en su ayate unas rosas ―flores que no son nativas de México y que
tampoco prosperan en la aridez del territorio― que cortó en el Tepeyac, según
la orden de la Virgen. Juan Diego desplegó su ayate ante el obispo Juan de
Zumárraga, dejando al descubierto la imagen de la Virgen María, morena y con
rasgos mestizos.
Aquí
te contamos la Historia.
La historia comienza en
el mes de diciembre de 1531. Por entonces, cuenta el Nican Mopohua, diez años
después de conquistada la ciudad de México, se suspendió la guerra y hubo paz
en los pueblos, y así comenzó a brotar la fe, el conocimiento del verdadero
Dios, por quien se vive. La evangelización avanzaba a grandes pasos.
Parecían ya lejanos
aquellos ritos macabros que para contentar a sus ídolos sedientos de sangre se
veían obligados a soportar, como un yugo pesadísimo, los buenos nativos.
La liberación del mal y
del error que traían los sacramentos y la doctrina de Jesucristo cayó como un
bálsamo en el corazón de aquel pueblo, y la gracia obró el maravilloso milagro
de la conversión. A tan sólo diez años de la llegada de la fe al antiguo reino
azteca, quiso Dios mostrar que ponía bajo el manto de la Medianera de todas las
gracias, su Santísima Madre, la evangelización del nuevo continente.
Y sucedió, se lee en el
Nican Mopohua, que había un indito, un pobre hombre del pueblo, de nombre Juan
Diego, según se dice, natural de Cuauhtitlán. Un sábado, a hora muy temprana,
se encaminó a la ciudad de México para recibir la instrucción en la doctrina
cristiana. Al pasar junto a un pequeño cerro llamado Tepeyac, oyó cantar sobre
el cerrito, como el canto de muchos pájaros preciosos. Maravillado, aquel
hombre creía hallarse en el paraíso. Y cuando cesó de pronto el canto, cuando
se hizo el silencio, oyó que le llamaban de arriba del cerrillo y le decían:
"Juanito, Juan Dieguito". Muy contento se dirigió a donde la voz
procedía y vio a una noble Señora que allí estaba de pie y lo llamó para que se
acercara a Ella. Llegando a su presencia, se maravilló mucho de su sobrehumana grandeza:
su vestidura era radiante como el sol; y la piedra, el risco en el que estaba
de pie, lanzaba rayos resplandecientes.
Juan Diego se postró y
escuchó su palabra, sumamente agradable, muy cortés, como de quien lo atraía y
estimaba mucho. Ella le dijo: "Juanito, el más pequeño de mis hijos, ¿a
dónde vas?". Él respondió: "Señora y Niña mía, tengo que llegar a tu
casa de México Tlatelolco, a seguir las cosas divinas, que nos dan nuestros
sacerdotes, delegados de Nuestro Señor".
Enseguida la Santísima
Virgen comunicó a Juan Diego cuál era su voluntad: "Sabe y ten bien
entendido, tú, el más pequeño de mis hijos, que yo soy la siempre Virgen Santa
María, Madre del verdadero Dios por quien se vive; del Creador de los hombres,
del que está próximo y cerca, el Dueño del cielo el Señor del mundo. Deseo
vivamente que aquí me levanten un templo, para en él mostrar y dar todo mi
amor, compasión, auxilio y defensa; porque yo en verdad soy vuestra Madre
compasiva, tuya y de todos vosotros que vivís unidos en esta tierra, y de las
demás variadas estirpes de hombres, mis amadores, que me invoquen, me busquen y
en mí confíen; allí escucharé su llanto, su tristeza, para remediar y curar
todas sus penas, miserias y dolores".
Después, Nuestra Señora
le ordenó que se presentara ante el obispo fray Juan de Zumárraga, para hacerle
saber su deseo y concluyó: "Y ten por seguro que lo agradeceré bien y lo
pagaré, porque te haré feliz y merecerás mucho que yo recompense el trabajo y
fatiga con que vas a procurar lo que te encomiendo. Mira que has oído mi
mandato, hijo mío el más pequeño; anda y pon todo tu esfuerzo".
Pero no fue creído el
buen indio cuando reveló al prelado cuanto la Virgen le había dicho. Y muy
compungido volvió al cerro de Tepeyac, para comunicar el fracaso de su embajada
y pedir a la Santísima Virgen que enviara a alguien más digno: una persona
principal y respetada a quien de seguro darían mayor crédito. Pero escuchó esta
respuesta:
"Oye, hijo mío el
más pequeño, ten entendido que son muchos mis servidores y mensajeros, a
quienes puedo encargar que lleven mi mensaje y hagan mi voluntad; pero es de
todo punto preciso que tú mismo solicites y ayudes y que con tu mediación se
cumpla mi voluntad".
Confortado de este
modo, reiteró Juan Diego su ofrecimiento de presentarse al obispo y así lo hizo
al día siguiente. Después de ser interrogado, tampoco en esta ocasión fue
creído. Fray Juan le pidió una señal inequívoca de que era la Reina del Cielo
quien le enviaba. Juan Diego se presentó de nuevo a la Virgen en Tepeyac para
dar sus explicaciones y la Señora le prometió entregarle una señal irrefutable
al día siguiente.
Pero Juan Diego no
volvió porque, al regresar a su casa, encontró a su tío Juan Bernardino en
trance de muerte. Buscó un médico, pero ya era inútil. Transcurrió esa jornada,
y al llegar la noche, su tío le rogó que buscara a un sacerdote para confesarse
y bien morir. El martes de madrugada, se puso Juan Diego en camino y, al llegar
cerca del cerro de Tepeyac, decidió dar un rodeo para evitar encontrarse con la
Señora. En su ingenuidad, pensaba que si se demoraba no llegaría a tiempo de
que un sacerdote confortara a su tío.
Pero la Virgen le salió
al encuentro y tuvo lugar ese encantador diálogo, que nos ha transmitido con
toda su frescura el Nican Mopohua: le dijo: "¿qué hay, hijo mío el más
pequeño? ¿A dónde te diriges?".
Juan Diego, confuso y
temeroso, le devolvió el saludo: "Niña mía, la más pequeña de mis hijas,
Señora, ojalá estés contenta. ¿Cómo has amanecido? ¿Estás bien de salud, oh mi
Señora y Niña mía?”.
Y explicó humildemente
por qué se había apartado de la misión recibida. Después de oír la plática de
Juan Diego, respondió la piadosísima Virgen:
"Oye y ten bien
entendido, hijo mío el más pequeño, que es nada lo que te asusta y aflige; no
se turbe tu corazón; no temas esa enfermedad ni otra alguna enfermedad o
angustia. ¿No estoy yo aquí, que soy tu Madre? ¿Acaso no estás bajo mi sombra y
amparo? ¿No soy tu salud? ¿No estás por ventura en mi regazo y entre mis
brazos? ¿Qué más has menester?".
Es bien conocido el
desenlace de la historia: el prodigio de las rosas florecidas en la cumbre del
cerro, que fueron depositadas en la tilma de Juan Diego por la Virgen, y
llevadas a fray Juan de Zumárraga, como prueba de las apariciones; y como, al
desplegar Juan Diego su tosca prenda, apareció la maravillosa imagen, no
pintada por mano de hombre, que todavía hoy se conserva y venera.
El tío de Juan Diego
sanó y vio a la Santísima Virgen, que le pidió fuera también él a ver al obispo
para revelar lo que vio y de qué manera milagrosa le había Ella sanado; y como
bien había de nombrarse su bendita imagen, la siempre Virgen Santa María de
Guadalupe.
Vivió Juan Diego hasta
los setenta y cuatro años de edad, después de haber habitado cerca de tres
lustros junto a la primera ermita construida para rendir culto a Santa María de
Guadalupe. Falleció en 1548, al igual que obispo fray Juan de Zumárraga. El 31
de julio de 2002 tuvo lugar su canonización.
En poco tiempo, la
devoción a la Virgen de Guadalupe se extendió de manera prodigiosa. Su arraigo
en el pueblo mexicano es un fenómeno que no tiene fácil comparación; puede
verse su imagen por todas partes y se cuentan por millones los peregrinos que
acuden con una fe maravillosa a poner sus intenciones a los pies de la
milagrosa imagen en su Villa de México. En toda América y en muchas otras
naciones del mundo se invoca con fervor a la que por singular privilegio, en
ningún otro caso otorgado, dejó su retrato como prenda de su amor.
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